Las partículas elementales, de Michel Houellebecq, es una novela absolutamente deprimente que describe el mundo actual. Me la recomendaron hace tiempo, en un comentario de un viejo post. Esta semana la he comprado y me la he leído. Recomiendo su lectura. Aviso que los optimistas antropológicos pueden caer en una profunda depresión. Entresaco algunos párrafos que me parecen interesantes:
Las mutaciones metafísicas —es decir, las transiciones radicales y globales de la visión del mundo adoptada por la mayoría— son raras en la historia de la humanidad. Como ejemplo, se puede citar la aparición del cristianismo.
En cuanto se produce una mutación metafísica, se desarrolla sin encontrar resistencia hasta sus últimas consecuencias. Barre sin ni siquiera prestarles atención los sistemas económicos y políticos, los juicios estéticos, las jerarquías sociales. No hay fuerza humana que pueda interrumpir su curso..., salvo la aparición de una nueva mutación metafísica.
No se puede decir que las mutaciones metafísicas afecten especialmente a las sociedades debilitadas, ya en declive. Cuando apareció el cristianismo, el Imperio romano estaba en la cúspide de su poder; perfectamente organizado, dominaba el universo conocido; su superioridad técnica y militar no tenía parangón; aun así, tampoco tenía la menor oportunidad. Cuando apareció la ciencia moderna, el cristianismo medieval constituía un sistema completo de comprensión del hombre y el universo; servía de base al gobierno de los pueblos, producía conocimientos y obras, decidía tanto la paz como la guerra, organizaba la producción y la distribución de los bienes; nada de todo esto iba a impedir que se viniera abajo.
Éstas son las ideas de una generación que había conocido en la infancia las privaciones de la guerra y que tenía veinte años cuando llegó la Liberación, éste es el mundo que querían legar a sus hijos. La mujer se queda en casa y se encarga de atenderla (pero la ayudan mucho los electrodomésticos, así que puede dedicarle mucho tiempo a su familia). El hombre trabaja fuera (pero gracias a la robotización trabaja menos tiempo, y su trabajo no es tan duro). Las parejas son fieles y felices; viven en casas agradables fuera de las ciudades (los barrios periféricos). En sus ratos de ocio se dedican a la artesanía, la jardinería, las bellas artes. A menos que prefieran viajar, descubrir la cultura y modos de vida de otras regiones y otros países.
Dejando aparte algunos precursores —de quienes sus padres eran un penoso ejemplo—, la generación anterior había establecido un vínculo excepcionalmente fuerte entre matrimonio, sexualidad y amor. El progresivo aumento de los salarios, el rápido desarrollo económico de los años cincuenta habían llevado —salvo en las clases cada vez más restringidas, para las que la noción de patrimonio tenía una importancia real— al declive del matrimonio de conveniencia. La Iglesia católica, que siempre había mirado con reticencias la sexualidad fuera del matrimonio, acogió con entusiasmo esa evolución hacia el matrimonio por amor, más conforme con sus teorías («Y los creó Hombre y Mujer»), más adecuada para ser el primer paso hacia esa civilización de paz, fidelidad y amor que constituía su objetivo natural. El Partido Comunista, única fuerza espiritual capaz de enfrentarse a la Iglesia católica durante esos años, luchaba por objetivos casi idénticos. Así que los jóvenes de los años cincuenta esperaban enamorarse con una impaciencia unánime, sobre todo teniendo en cuenta que la desertización rural y la subsiguiente desaparición de las comunidades pueblerinas permitían que la elección del futuro cónyuge se llevase a cabo entre posibilidades casi ilimitadas, a la vez que le otorgaban una extrema importancia (en septiembre de 1955 se puso en marcha en Sarcelles la política de los «conjuntos urbanísticos», evidente traducción visual de una socialidad reducida al marco del núcleo familiar). Así que no es arbitrario calificar los años cincuenta y principios de los sesenta como verdadera edad de oro del sentimiento amoroso, que hoy todavía podemos reconstruir gracias a las canciones de Jean Ferrat o de Françoise Hardy.
Sin embargo, al mismo tiempo, el consumo libidinal de masas de origen norteamericano (las canciones de Elvis Presley, las películas de Marilyn Monroe) se extendía en Europa occidental. Con los frigoríficos y las lavadoras, acompañamiento material de la felicidad de la pareja, llegaban la radio y el tocadiscos, que iban a introducir el modelo de conducta propio del flirt adolescente. El conflicto ideológico, latente a todo lo largo de los años sesenta, estalló a comienzos de los setenta con Mademoiselle Age tendre.y en 20 Ans, cristalizándose en torno a una pregunta fundamental en aquella época: «¿Hasta dónde se puede llegar antes del matrimonio?» Durante estos mismos años, la opción hedonista–libidinal de origen norteamericano recibió un poderoso apoyo de los órganos de prensa de inspiración libertaria (el primer número de Actuel apareció en octubre de 1970, y el de Charlie Hebdo en noviembre). Si bien estas revistas se situaban, en principio, en una perspectiva política de contestación al capitalismo, estaban esencialmente de acuerdo con la industria del entretenimiento: destrucción de los valores morales judeocristianos, apología de la juventud y de la libertad individual. Atrapados entre presiones contradictorias, las revistas para chicas elaboraron un compromiso de urgencia, que se puede resumir en las siguientes líneas. Durante una primera fase (digamos entre los doce y los quince años), la chica sale con muchos chicos (la ambigüedad semántica del verbo salir reflejaba, por otra parte, una verdadera ambigüedad de comportamiento: ¿qué querría decir, exactamente, salir con un chico? ¿Se trataba de besarlo en la boca, de los placeres más profundos del toqueteo y el manoseo, de relaciones sexuales propiamente dichas? ¿Había que dejar que el chico te tocara los pechos? ¿Había que quitarse las bragas? ¿Y qué pasaba con las partes del chico?). Para Patricia Hohweiller o Caroline Yessayan no era fácil; sus revistas favoritas daban respuestas vagas y contradictorias. Durante la segunda fase (poco después del bachillerato), la misma chica sentía la necesidad de una historia seria (más tarde llamada big love en las revistas alemanas), y la pregunta de entonces era: «¿Debo irme a vivir con Jérémie?»; era una segunda fase, pero en principio definitiva. La extrema fragilidad de este arreglo que las revistas proponían a las chicas —de hecho se trataba de superponer, pegándolos arbitrariamente sobre dos momentos consecutivos de la vida, modelos opuestos de comportamiento— no fue evidente hasta unos años después, cuando la gente se dio cuenta de que el divorcio se había generalizado. Aun así, este esquema irreal constituyó durante algunos años, para unas chicas que de todas formas eran bastante ingenuas y estaban bastante aturdidas por la rapidez de las transformaciones que ocurrían a su alrededor, un modelo de vida creíble al que trataron de amoldarse juiciosamente.
En lo referente a la evolución de las costumbres, 1970 fue un año marcado por la rápida expansión del consumo erótico, a pesar de las intervenciones de una censura todavía alerta. La comedia musical Hair, destinada a popularizar entre el gran público la «liberación sexual» de los años sesenta, tuvo mucho éxito. Los pechos desnudos se extendieron rápidamente por las playas del sur. El número de sex–shops en París pasó de tres a cuarenta y cinco en pocos meses.
La mitad de la década de los setenta estuvo marcada, en Francia, por el éxito escandaloso de El fantasma del paraíso, La naranja mecánica y Los rompepelotas.: tres películas completamente diferentes, cuyo común éxito dejó clara la pertinencia comercial de una cultura «joven», esencialmente basada en el sexo y la violencia, que iba a seguir ganando importancia en el mercado durante las décadas posteriores. Los treintañeros enriquecidos de los años sesenta, por su parte, se vieron perfectamente reflejados en Emmanuelle, que se estrenó en 1974: al proponer cómo entretenerse a base de lugares exóticos y fantasías, la película de Just Jaeckin fue con toda justicia, en el seno de una cultura que seguía siendo profundamente judeocristiana, un manifiesto a favor de la civilización del ocio.
En un sentido más general, el movimiento favorable a la liberación de las costumbres contó con éxitos importantes en 1974. El 20 de marzo se inauguró en París el primer club Vitatop, que tuvo un papel pionero en el ámbito de la forma física y el culto al cuerpo. El 5 de julio se adoptó la ley sobre la mayoría de edad civil a los dieciocho años, el 11 la del divorcio por consentimiento mutuo; el adulterio desapareció del Código Penal. Finalmente, el 28 de noviembre se aprobó la ley Veil que autorizaba el aborto, gracias al apoyo de la izquierda y tras un debate tumultuoso que la mayor parte de los comentaristas calificaron de «histórico».
La existencia individual y el sentimiento de libertad que va con ella constituyen el fundamento natural de la democracia. En un régimen democrático, las relaciones entre los individuos están reguladas normalmente por la forma del contrato. Cualquier contrato que exceda los derechos naturales de uno de los contratantes, o que no esté provisto de unas cláusulas de revocación claras, puede considerarse nulo.
La antropología cristiana, mayoritaria durante mucho tiempo en los países occidentales, concedía una ilimitada importancia a la vida humana, desde la concepción hasta la muerte; esta importancia se relaciona con el hecho de que los cristianos creen que en el interior del cuerpo humano hay un alma, en principio inmortal, y destinada a reunirse finalmente con Dios. En los siglos XIX y XX, gracias a los avances de la biología, se desarrolló poco a poco una antropología materialista, basada en presupuestos radicalmente distintos y de recomendaciones éticas mucho más modestas. Por una parte al feto, pequeño amasijo de células en estado de diferenciación progresiva, no se le atribuía existencia individual autónoma hasta que no reuniese un cierto consenso social (ausencia de taras genéticas que la anularan, acuerdo de los padres). Por otra parte el anciano, amasijo de órganos en estado de continuo desmembramiento, sólo podía valerse de su derecho a sobrevivir a condición de una coordinación suficiente de sus funciones orgánicas: se introdujo el concepto de dignidad humana. Los problemas éticos planteados por las edades extremas de la vida (el aborto y, algunos años más tarde, la eutanasia) constituyeron desde entonces factores de oposición insuperables entre dos visiones del mundo, dos antropologías radicalmente opuestas en el fondo.
El agnosticismo por principio de la República Francesa facilitó el triunfo hipócrita, progresivo y hasta ligeramente insidioso de la antropología materialista. Los problemas de valores de la vida humana, de los que nunca se hablaba abiertamente, siguieron dando vueltas en todas las cabezas; se puede afirmar sin la menor duda que en parte contribuyeron, en el curso de las últimas décadas de la civilización occidental, al establecimiento de un clima general depresivo e incluso masoquista.
Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta; puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido. En otras épocas el ruido de fondo lo constituía la espera del reino del Señor; hoy lo constituye la espera de la muerte. Así son las cosas.
Mucho más ricos que los banqueros o los directores generales, los rock stars tenían, además, una imagen rebelde. Jóvenes, guapos, famosos, deseados por todas las mujeres y envidiados por todos los hombres, las estrellas del rock constituían la cima absoluta de la jerarquía social. No había nada en la historia de la humanidad, desde la divinización de los faraones en el antiguo Egipto, que pudiera compararse al culto de la juventud europea y norteamericana por los rock stars.
No obstante, las mujeres que tenían veinte años en torno a «la época del 68» se encontraron, al llegar a los cuarenta, en una enojosa situación. Por lo general divorciadas, casi nunca podían contar con esa conyugalidad —cálida o miserable— cuya desaparición habían acelerado todo lo posible. Formaban parte de una generación que había proclamado la superioridad de la juventud sobre la edad madura —la primera generación que lo había hecho hasta ese extremo—, y no era de extrañar que la generación que venía detrás las despreciara. El culto al cuerpo que habían contribuido tanto a establecer las llevaba, a medida que se marchitaban, a experimentar una repugnancia cada vez más viva hacia sí mismas; una repugnancia semejante a la que leían en las miradas ajenas.
Los hombres de su edad se encontraban, grosso modo, en la misma situación; pero el destino común no engendraba la menor solidaridad: al llegar a los cuarenta, los hombres solían seguir buscando chicas jóvenes; a veces con cierto éxito, al menos para los que se habían metido con habilidad en el juego social y habían logrado cierta posición intelectual, financiera o en los medios de comunicación; para las mujeres, en casi todos los casos, los años de la madurez estuvieron marcados por el fracaso, la masturbación y la vergüenza.
La cosa iba a seguir: se sentirían cada vez más viejos, y se avergonzarían de ello. Su época estaba a punto de lograr una transformación inaudita: ahogar el sentimiento trágico de la muerte en la sensación más general e insulsa del envejecimiento
En 1987 hicieron su aparición... ...los primeros talleres de inspiración semirreligiosa. Por supuesto, el cristianismo estaba excluido; aunque —para seres que, en el fondo, eran débiles de espíritu— una mística exótica lo bastante imprecisa podía casar con el culto al cuerpo que seguían pregonando contra toda lógica. Los talleres de masaje sensitivo o de liberación de la orgona continuaron, desde luego; pero surgió un interés cada vez más vivo por la astrología, el tarot egipcio, la meditación sobre los chakras, las energías sutiles. Hubo «encuentros con el Ángel»; la gente aprendió a sentir la vibración de los cristales....El tantra —que reunía el frotamiento sexual, una espiritualidad difusa y un profundo egoísmo— tuvo un éxito especialmente notable
Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad.
Según el último mito de Occidente, el sexo era para practicarlo; algo posible, algo que había que hacer.
.... En sí, el deseo, al contrario que el placer, es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. Esto lo sabían y enseñaban todos los filósofos: no sólo los budistas o los cristianos, sino todos los filósofos dignos de tal nombre. La solución de los utopistas, de Platón a Huxley pasando por Fourier, consiste en extinguir el deseo y el sufrimiento que provoca preconizando su inmediata satisfacción. En el extremo opuesto, la sociedad erótico–publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continúe la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres
Los hijos, por su parte, servían para transmitir una condición, unas reglas y un patrimonio. Esto era así, claro, en las clases feudales, pero también entre los comerciantes, los campesinos, los artesanos; de hecho, en todas las clases sociales. Ahora nada de eso existe: soy un empleado, vivo en régimen de alquiler, no tengo nada que dejarle a mi hijo. No tengo un oficio que enseñarle, no tengo ni idea de lo que hará en la vida; de todos modos, las reglas que yo conozco no valdrán para él, vivirá en otro universo. Aceptar la ideología del cambio continuo es aceptar que la vida de un hombre se reduzca estrictamente a su existencia individual, y que las generaciones pasadas y futuras ya no tengan ninguna importancia para él
Lo que establecía claramente en su libro es que los supuestos satanistas no creían ni en Dios ni en Satán ni en ninguna potencia supraterrestre; la blasfemia, en sus ceremonias, no era más que un condimento erótico menor, del que todo el mundo se cansaba pronto. De hecho, como su maestro el marqués de Sade, todos eran materialistas absolutos, enamorados del placer en pos de sensaciones nerviosas cada vez más violentas. Según Daniel Macmillan, la progresiva destrucción de los valores morales en los años sesenta, setenta, ochenta y noventa era un proceso lógico e inexorable. Después de agotar los placeres sexuales, era normal que los individuos liberados de las obligaciones morales ordinarias se entregasen a los placeres, más intensos, de la crueldad; Sade había seguido una trayectoria análoga dos siglos antes. En ese sentido, los serial killers de los años noventa eran los hijos bastardos de los hippies de los años sesenta; y sus antepasados comunes eran ciertos artistas vieneses de los años cincuenta. So capa de acciones artísticas, Nitsch, Muehl o Schwarzkogler organizaron masacres de animales en público; ante un público de cretinos arrancaron y descuartizaron órganos y vísceras, hundieron las manos en la carne y la sangre, llevaron el sufrimiento de animales inocentes hasta sus últimos límites, mientras un comparsa fotografiaba o filmaba la carnicería para exponer los documentos obtenidos en una galería de arte. Esta voluntad dionisíaca de liberación de la bestialidad y del mal, iniciada por los accionistas vieneses, volvía a verse a lo largo de todos los decenios posteriores. Según Daniel Macmillan, la regresión de las sociedades occidentales desde 1945 no era otra cosa que un retorno al culto brutal de la fuerza, un rechazo a las reglas seculares lentamente erigidas en nombre de la moral y del derecho. Accionistas vieneses, beatniks, hippies y asesinos en serie tenían en común ser unos libertarios integrales, que predicaban la afirmación integral de los derechos del individuo frente a todas las normas sociales, a todas las hipocresías que según ellos constituían la moral, el sentimiento, la justicia y la piedad. En este sentido, Charles Manson no era ni mucho menos una desviación monstruosa de la experiencia hippie, sino su desenlace lógico
... En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de la aventura. Dentro de un sistema así, el deseo y el placer aparecen como desenlace de un proceso de seducción, haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional). La desaparición de los criterios de seducción intelectuales y morales en provecho de unos criterios puramente físicos empujaba poco a poco a los aficionados a las discotecas para parejas a un sistema ligeramente distinto, que se podía considerar el fantasma de la cultura oficial: el sistema sadiano. Dentro de este sistema todas las pollas están tiesas y son desmesuradas, los senos son de silicona, los coños siempre van depilados y rezumantes. Las clientes habituales de las discotecas por parejas, a menudo lectoras de Connexion o Hot Video, tenían un objetivo muy simple cada noche: que las empalaran muchas pollas enormes. Lo normal era que su siguiente etapa fuesen los clubs sadomasoquistas. El placer es cosa de costumbre, como seguramente habría dicho Pascal si le hubieran interesado este tipo de asuntos.
Finalmente, una especie de poesía hacia el final, que se supone narrada desde la siguente transición metafisica, la futura, que el autor pasa posteriormente a describir y que me parece una memez que falla en por todos lados, inspirada en Aldous Huxley. Sin embargo, la especie de poesía tiene su interés.
«La civilización que hemos construido todavía es frágil,
acabamos de salir de la noche.
Todavía vemos la imagen hostil de esos siglos de infortunio;
¿no sería mejor olvidarlos para siempre?»
El narrador se levanta y recuerda
con ecuanimidad, pero con firmeza,
que ha tenido lugar una revolución metafísica.
Igual que los cristianos podían imaginarse las civilizaciones antiguas, podían hacerse una idea completa de las civilizaciones antiguas sin que los atormentara la duda, o la necesidad de revisión,
porque habían superado una fase,
habían subido un tramo de escalera,
habían atravesado un punto de ruptura;
igual que los hombres de la época materialista podían asistir a la repetición de las ceremonias rituales cristianas,
sin entenderlas ni verlas realmente, igual que no podían leer ni releer las obras de su antigua cultura cristiana sin apartarse de una perspectiva casi antropológica,
Incapaces de comprender esas discusiones sobre los grados del pecado y de la gracia que habían agitado a sus antepasados;
Nosotros podemos, de la misma manera, escuchar esta historia de la época materialista
como un viejo cuento humano.
Es una historia triste, y sin embargo no nos sentiremos realmente tristes
porque nos parecemos demasiado a esos hombres.
Nacidos de su carne y de sus deseos, hemos rechazado
sus categorías y sus adhesiones;
no experimentamos sus alegrías, tampoco sus penas,
hemos apartado
con indiferencia
y sin ningún esfuerzo
su universo de muerte.
Ahora podemos rescatar del olvido
esos siglos de dolor que son nuestra herencia,
ha habido una especie de segundo reparto
y tenemos derecho a vivir nuestra vida.