Ahora vemos que cuando nacionalistas y socialistas acudieron al rico panal del consenso de la transición no fue por un afán de reconciliación, sino por la promesa de repartirse el dedo embalsamado de Franco. Así, la Constitución consagró un régimen en el que, meses antes de las elecciones, los líderes deciden quiénes se van a sentar en todos los órganos de representación. Y los agraciados lo celebran sin esperar a las votaciones. Eso y el amplísimo campo para la intervención estatal que la Constitución garantiza a los poderes públicos bastó para convertir la sociedad en un fangal donde la clase política ha vivido su propia ficción, y la ha impuesto en la calle con su dominio de todo lo que se mueve. Es muy interesante el ver cómo esa clase política se ha ido legitimando según las circunstancias.
La vocación interventora –no por casualidad– de la Constitución dio para una expansión de regulaciones con el fin de proteger, en teoría, derechos de los más débiles. En realidad, el creerse que algún político español defiende los derechos de los débiles es como creerse que los alienígenas de Andromeda defienden los crustáceos de la fosa de las Marianas. Con la Constitución en la mano, a esos privilegiados, amigos de privilegiados, no les liga ninguna obligación conocida con el votante medio, no ya los marginados....